Uno de mis mayores miedos durante el embarazo fue el futuro de mi matrimonio. Había oído historias de terror, de divorcios y separación. Tenía pánico que a nosotros nos fuera a pasar lo mismo. Que la llegada de algo que esperábamos con tanto anhelo pudiera terminar por dejar alguna huella difícil de borrar en una relación que llevábamos construyendo día tras día durante los últimos tres años.
Me obsesioné tanto con el tema que lo hablaba con todo el mundo, sobre todo con Andrés. Seguía al pie de la letra todos los consejos en los libros y videos que veía: la clave estaba en la comunicación. Creo que le pregunté tantas veces cómo se sentía que estuvo a punto de ponerse post its en la frente con un sentimiento distinto cada día para que yo le dejara de preguntar. A mí me parecía que teníamos que hablar de nuestros miedos todos los días, como si de un día para otro algo fuera a cambiar.
Yo me gocé mi matrimonio antes de la llegada de Juan Antonio. Nosotros esperamos tres años para buscar hijos y durante esos años viajamos, salimos de rumba y hasta nos fuimos a vivir a la mejor ciudad del mundo. Hicimos todo lo imaginable de un Bucket List (todo PG 13 por cierto): le hablábamos a extraños en bares, nos hicimos amigos de gente de distintos países, salíamos a rumbear un domingo a las 3 de la tarde (¿por qué no?), íbamos a teatro, a conciertos y nos recorríamos la ciudad en bicicleta todos los fines de semana. ¿Cómo no nos iba a cambiar la llegada de un tercero?
Y a pesar de mi eterna preparación, de todos los libros que leí y talleres que asistí, nada lo prepara a uno para este cambio. Obvio que las cosas tenían que cambiar, estamos hablando de la llegada de un tercero a una relación de dos, por supuesto que tenían que cambiar.
1. Los roles cambian
Antes de la llegada de Juan Antonio nunca pensé en mi relación como la de un hombre y una mujer. Es decir, el género nunca fue un factor que definiera ningún rol en nuestra relación. Ambos compartíamos la carga de todo: la carga económica, del aseo, de la, perra etc. Cuando vivíamos en Nueva York, yo trabajaba, él estudiaba. Yo lavaba la ropa, él la doblaba y guardaba y así…
Pero un bebé saca a relucir esas diferencias de género, sobre todo si uno decide lactar. Los roles ya no son lo mismo, al menos no en esta época de crecimiento y desarrollo. Más allá del tema de la alimentación (por supuesto sus pezones son completamente inservibles), las mamás desarrollamos un “todo biónico”: oído biónico, olor biónico, ojos biónicos. Uno sabe si su bebé está llorando, si tiene frío, calor, hambre o sueño. Y lo sabe sin tener que verlo, olerlo, u oírlo. Uno simplemente sabe.
La licencia también hace estragos en el tema. Los papás vuelven al trabajo -a su vida normal- después de dos semanas. Nosotras tenemos cuatro meses y medio para dedicarnos a ellos. En mi caso además, la llegada de Juan Antonio coincidió con mi puesta en marcha de este nuevo plan de vida y negocio, por lo que ahora, 5 meses después de su nacimiento, mis días siguen girando 100% en torno a sus necesidades y mi negocio, o proyecto de vida, avanza a pasos de tortuga y queda relegado a un segundo puesto; mi prioridad es él.
2. La naturaleza es única
La biología del ser humano está hecha para que la mamá solo piense, sienta y huela al bebé. Nosotras perdemos la memoria -en mi caso hasta la capacidad de construir frases con sentido-, las palabras se convierten en sonidos y somos capaces de oír un llanto a distancias físicamente inexplicables. Celebramos un eructo, la salida de un moco y la dormida de una siesta sin tener que derretirse detrás de la cuna, mientras salimos del cuarto caminando en las puntas de los dedos, para no hacer ningún ruido.
3. Las peleas cambian
En nuestro caso al menos, las peleas son sobre gastos, y si el bebé tiene o no frío y “te dije que tenía ____ (frío, hambre, sueño)” y “no, no lo vamos a sacar a esta hora porque se tiene que dormir”. Es normal. Venimos de familias distintas, entornos distintos y es justo ahora, cuando nos llega el momento de la crianza, que salen a relucir todas esas diferencias. Y de nuevo, los roles cambian: uno asume el rol del más tranquilo mientras el otro tiene que asumir el del más nervioso.
4. Pero también compartimos algo más
Si antes nos unían ciertos valores, ciertas metas, estilo de vida y por supuesto, el amor, ahora nos une algo mucho más fuerte que todo eso: y es que hicimos algo juntos. Que nos podemos quedar horas viendo a nuestro bebé, o fotos suyas. Que podemos encontrar en su cara rasgos de los dos y expresiones de los dos. Que cuando yo celebro ese gas que casi no le sale, Andrés también lo celebra. Los sentimientos dejan de ser propios para pasar a ser compartidos: la preocupación es mutua, como también lo es el orgullo de ser padres.
Nuestro camino hasta ahora empieza. Estoy segura que nos falta mucho por vivir: su primera enfermedad, cuando empiece a caminar, a hablar, su primer viaje, etc. Lo que sí es cierto es que a veces nos preocupamos demasiado por lo que va a pasar después, cuando cada caso es único, cada pareja un mundo aparte y cada situación un evento aislado. Nunca me ha parecido más cierta la frase de “cada día trae su afán”. Por supuesto que las cosas han cambiado, y seguirán cambiando, pero la verdad, no volvería atrás ni para coger impulso. Esta nueva etapa en nuestra vida de pareja ha sido la mejor porque dejamos de ser una pareja para convertirnos en una familia.
Si no has descargado mi eBook, haz clic aquí. En él te comparto mi historia, todas las dietas, inyecciones y hasta pastillas que alcancé a tomar, pero sobre todo, te comparto las herramientas que me sirvieron (y sigo utilizando hoy) para romper el ciclo, liberar mi mente de toda esa culpa, y aprender a comer sano y feliz.